Carta pastoral
«¡Dios está conmigo!»

Joan Roig Diggle, apóstol de los jóvenes y mártir

Card. Juan José Omella Omella


Queridos hermanos y hermanas de la Archidiócesis de Barcelona:

Hace casi un año, concretamente el pasado día 3 de octubre de 2019, recibimos con inmensa alegría la buena noticia de que el papa Francisco había firmado el decreto por el cual se reconoce que el joven Joan Roig Diggle, nacido en nuestra archidiócesis de Barcelona, había sido martirizado por su fe y que, por lo tanto, sería declarado beato en una ceremonia que se celebrará, si Dios quiere, el próximo día 7 de noviembre en la basílica de la Sagrada Familia.

¿Quién era Joan Roig y qué testimonio de vida puede ofrecernos a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI? ¿Puede ser un modelo de vida cristiana para los jóvenes y para los adultos de esta sociedad posmoderna en la que parece que el mensaje de Jesucristo se diluye en un pensamiento nihilista y secularizado?

Ojalá su testimonio pueda suscitar en nosotros el deseo de seguir a Jesucristo con alegría y generosidad, tal como lo hizo él.

El día 12 de septiembre de 1936 al amanecer era ejecutado, sin juicio previo, un joven cristiano de diecinueve años: Joan Roig Diggle, hijo de Barcelona, bautizado en la parroquia de la Concepción, que vivía en El Masnou. La ejecución tuvo lugar cerca del cementerio de Santa Coloma de Gramenet. El motivo de su muerte solo fue uno: Joan –o John, como le llamaba Maud, su madre, inglesa de nacimiento– era un joven cristiano de corazón y de hechos. Vivía una profunda amistad con Jesús, que esparcía con ardor entre todos aquellos que se le acercaban, comenzando por el grupo de vanguardistas de la Federació de Joves Cristians de Catalunya (FJCC) en El Masnou –«la Acción Católica catalana», que agrupaba a niños y adolescentes de entre 10 y 14 años– y del cual él era responsable. Joan, hombre de oración y verdadero apóstol, vivió como testigo del amor a Dios y a los demás, y murió como mártir de la fe en Jesucristo. Por ello, ha sido reconocido por el papa Francisco como modelo y ejemplo para los jóvenes cristianos y será beatificado el próximo mes de noviembre en la basílica de la Sagrada Familia.

Nuestra Iglesia de Barcelona se alegra de contar, entre los hijos que el Espíritu Santo le ha dado, con un joven que, como el beato Pere Tarrés, médico y presbítero, fundamentó su vida espiritual y su compromiso cristiano en la FJCC, de la cual Joan Roig Diggle era vicepresidente de la Comarcal del Maresme. La alegría de nuestra archidiócesis es grande porque la vida del nuevo beato puede ser propuesta a todo el pueblo cristiano, sobre todo, a los jóvenes, como un tesoro de bien y de santidad. Joan Roig no es una figura de un tiempo lejano. Su manera de ser y de hacer habla a nuestro tiempo, complejo y difícil, que ha conocido el azote de la pandemia del coronavirus, que ha extendido el sufrimiento y la soledad, y ha provocado la muerte de miles de personas, la mayoría personas mayores. También la vida y la muerte de Joan tuvieron lugar en un tiempo convulso e incierto, que culminó en una nefasta guerra civil entre hermanos y una persecución religiosa, de la cual él mismo fue víctima inocente.

Digamos de entrada que la figura del nuevo beato nos invita a ir a las cosas esenciales. También nos invita a hacerlo este tiempo de pandemia. En tiempos complejos, brilla con más fuerza que nunca el testimonio de los mártires de Cristo. Acerquémonos a la figura del joven Joan Roig Diggle a través de tres frases fundamentales que pronunció durante su pasión, ocurrida entre la noche del 11 de septiembre de 1936 y el amanecer del día siguiente, día en que la Iglesia celebra la memoria del Dulce Nombre de María.

1. «¡Dios está conmigo!» – «God is with me!»

Pocos instantes antes de abandonar el domicilio familiar en El Masnou, donde había ido a prenderle un pelotón de hombres de la FAI –organización anarquista radical–, Joan Roig se abrazó a su madre y con voz dulce le dijo: «God is with me!» («¡Dios está conmigo!»). De hecho, hacía poco que el joven fejocista se había administrado a sí mismo la Eucaristía. Había recibido el cuerpo precioso de Cristo y, por lo tanto, realmente, ¡Dios estaba con él! Estaba y había estado durante los diecinueve años de vida que le fueron concedidos. Poco cuenta la edad si la persona posee una madurez espiritual que orienta la vida y emerge con fuerza a la hora de la tribulación y del combate supremo que es el martirio.

A las puertas de la muerte, el mártir revive los sentimientos de Jesús durante su pasión: «¡Dios está conmigo!». Después de la última cena, Jesús deja el cenáculo y se va al huerto de Getsemaní a orar. Necesita estar con Dios. Necesita sentir la presencia del Padre en su corazón de Hijo. Sabe que le llega la hora decisiva, la hora en que su espíritu deberá estar listo para hacer frente a la injusticia y a la violencia que le caerán encima. Es la hora de las tinieblas, el tiempo en que el mal parecerá vencer. Jesús se deja caer al suelo y ruega al Padre que, a ser posible, le sea ahorrada la pasión que le espera. Pero reacciona inmediatamente a la angustia que le invade ante la prueba tan dura que deberá pasar y se dirige al Padre exclamando: «Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39). La voluntad de Dios es que Él, Jesús, sea entregado en manos de aquellos que pronto vendrán a buscarlo. Y Jesús accede: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores» (v. 45).

Podemos decir que Joan Roig entra en la pasión de manera similar al que es Maestro y Señor, en cuyo rebaño él es una pequeña oveja. Jesús acepta la voluntad de Dios y se pone en sus manos: «como quieres Tú». Esta frase de Jesús en Getsemaní significa que Jesús se abandona en las manos del Padre. El beato Carlos de Foucauld lo ha expresado así en su conocida oración: «Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo,… Te confío mi alma,… con una infinita confianza, porque Tú eres mi Padre». Existe una continuidad entre el «como quieres Tú» de Jesús en el huerto de Getsemaní y las expresiones de dos mártires tocados por la santidad, discípulos fieles de Jesús: el «porque Tú eres mi Padre» de Carlos de Foucauld y el «¡Dios está conmigo!» de Joan Roig. Ante la pasión, lo único que sirve es ponerse en manos de Dios y constatar que Él no está lejos sino cerca, dentro de cada uno, en el corazón y en el pensamiento del mártir que toma la decisión de ponerse en sus manos.

Joan Roig abandonó sereno su casa en El Masnou, capturado por quienes serían sus verdugos. También es así, en paz, como Jesús dejó el huerto de Getsemaní, detenido por los guardias del templo. El joven cristiano de Barcelona había pasado por momentos de angustia cuando, antes de detenerlo, los miembros armados del pelotón habían casi forzado la puerta de la casa, habían registrado y medio destrozado la vivienda, y a él, a punta de pistola le habían obligado a quedarse en la habitación con las manos en alto. La violencia hacia Joan Roig es una agresión externa, pero sobre todo es una agresión interior que hiere su fina sensibilidad: las preguntas y los insultos se suceden ante el resultado nulo del registro. El mártir es un hombre de paz, que no practica ni responde a la violencia con más violencia, un cordero llevado a matar, quien, como Jesús, no engañó jamás a nadie, que no contesta con insultos, que no responde con amenazas (cf. 1Pe 2,22-23).

La escena de violencia en la casa culmina con la exclamación de la madre de Joan, quien, desesperada ante los diez hombres armados del pelotón de la FAI, exclama: «No se lo llevarán. ¿Qué mal ha hecho?». La pregunta es idéntica a la que Pilato, el gobernador romano de Judea, dirige a los que se han presentado ante él exigiendo la condena a muerte de Jesús (Mt 27,23; Mc 15,14; Lc 23,22). Pilato está convencido de la inocencia de Jesús y pide explicaciones a los que piden a gritos que decrete su crucifixión. La respuesta justa, sin embargo, es la del buen ladrón: «Este no ha hecho nada malo» (Lc 23,41). Muy parecida es la respuesta de Blandina, la jovencísima mártir de Lyon (año 177), al gobernador romano que la interrogaba: «Soy cristiana y nada malo se hace entre nosotros».

¿Qué mal ha podido cometer Joan durante su vida? Su madre, viendo que se llevan a su hijo, intenta desarmar a los violentos con la verdad, y casi lo logra: los hombres del pelotón dudan por un momento y se quedan inmóviles, sin saber cómo reaccionar. Entonces, el jefe de todos ellos los abronca: «¡Cogedle! ¡Vamos!». No hay ninguna razón para cogerlo y lo saben. Joan es inocente, no ha hecho ni ha dicho nada malo; el registro de su casa ha sido inútil. El mal, sin embargo, tiene poder, es incisivo e insistente, muerde sin razón, quiere apagar la lámpara encendida del bien y, aparentemente, lo consigue. El mártir es víctima de las tinieblas, las cuales, momentáneamente, pretenden apagar la luz, pero fracasan (cf. Jn 1,5). Joan, que sale de su casa en El Masnou detenido dentro de un coche, es un joven cristiano que entra en su pasión y que se acerca al martirio de manera consciente y pacífica, sin miedo ni temor, con el corazón limpio de sombras y estorbos. El mal se vence con el bien y el amor, y el Bien supremo es la presencia de Dios y de Cristo en el corazón de aquel joven atleta que seguirá el camino de la cruz de Jesús hasta el final, hasta el punto de dar la vida. «¡Dios está conmigo!», «God is with me!». Este es su secreto.

En otras palabras, el secreto de Joan Roig Diggle es su espiritualidad. Joan es un chico espiritual porque vive una familiaridad constante con las cosas de Dios: está unido a Él, se siente cercano a Jesús, se comporta con docilidad al Espíritu. No debemos pensar que Joan sea un superhéroe que haya tenido experiencias extraordinarias, inalcanzables para el resto de las personas. Su santidad se manifiesta de manera luminosa en el martirio. Este martirio es la culminación de toda una vida no menos luminosa, que es un ejemplo para todo el pueblo de Dios, particularmente para vosotros, jóvenes.

El director espiritual de Joan Roig fue Mn. Pere Llumà, consiliario de la FJCC en el Maresme. Este sacerdote de nuestra archidiócesis de Barcelona escuchaba cada semana en confesión al futuro mártir y le orientaba espiritualmente. Joan era obediente y le abría los rincones más íntimos de su conciencia. Es sabido que aquel que tiene fe pasa por momentos y pensamientos de alegría y de amor, pero también conoce la dificultad y la duda. Nos explica Mn. Pere que, durante un cierto tiempo, lo que preocupaba a Joan era si sabría mantener su amor a Dios para siempre y por encima de todo, «aunque dejara de haber cielo e infierno», insistía nuestro beato. El mismo Joan se respondió a sí mismo: «¡Oh, sí! Yo amaría a Dios».1

El centro de la vida espiritual es el amor incondicional hacia el Padre del cielo, aquel que nos ha creado por amor y nos sostiene con su bondad. La persona creyente no se pertenece a sí misma ni se pone en el centro de las cosas ni de las situaciones. El creyente decide poner en Dios todo el corazón, toda el alma, toda la mente, todas las fuerzas (cf. Mc 12,30), todo el amor. Entonces, se salva. Joan tenía una duda que le molestaba y supo darle una respuesta desde la fe. No buscó ninguna respuesta fuera de la confianza en el Señor. Por ello, si mantenemos la confianza plena en Dios, la fe siempre será, en nosotros, más poderosa que la duda. Si aceptamos la certeza de que Dios nos ama y que no nos fallará, las posibles dudas se desvanecerán acto seguido. La fortaleza del corazón viene de la fuerza del amor. Por ello, San Pablo nos recuerda que «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5,5) y en la oración de la última cena, Jesús pide que el amor con que el Padre le ha amado a Él repose igualmente sobre sus discípulos (cf. Jn 17,26). El amor que Dios nos tiene hace posible que le podamos dar nuestro amor. Joan exclama que Dios siempre tendrá su amor. Tiene razón. La santidad arranca del diálogo de amor entre Dios y nosotros. Este es el fundamento de la vida espiritual cristiana.

Joan se hacía apreciar, porque tenía una palabra para todos y se remangaba cuando era necesario: ¡no se le caían los anillos a la hora de trabajar! Además, poseía un alto sentido de paternidad en relación con su grupo de vanguardistas, del cual él era el responsable. Estos, niños y adolescentes, iban detrás de él porque Joan los cuidaba, se ocupaba de las cosas más pequeñas que les afectaban y los instruía de forma comprensible y directa. Todo ello brotaba de su oración y de su deseo de estar cerca de Dios. Joan era uno de esos «santos de la puerta de al lado» de los que habla el papa Francisco (Gaudete et exsultate, 7). Aquellas personas que viven de manera coherente, alegre, sencilla, honesta y generosa, que no piensan solo en ellos y que alegran la vida de quienes están a su lado. Joan Roig era un «santo anónimo», que, aún en palabras del Papa, vivía con amor y ofrecía el propio testimonio en las tareas de cada día. Su muerte como mártir nos permite descubrir su santidad, arraigada en su corazón y que se manifestó de manera extraordinaria el día en que dio la vida como discípulo de Jesús.

La alegría es hija de la santidad y el deseo de llevar una vida santa según el Evangelio comienza cuando tomamos conciencia del designio que Dios tiene para cada uno de nosotros. Entonces, la pregunta clave que debería marcar nuestra oración es: «Señor, ¿qué quieres que haga?», «¿qué voluntad tienes sobre mí?», «¿dónde me quieres llevar?», «¿cómo quieres que oriente mi vida?». Esta pregunta, dirigida a Aquel que nos ama, no provoca ningún tormento ni angustia. Al contrario, es una pregunta que se plantea desde la confianza alegre en Dios, nuestro Padre, sabiendo que poco a poco, más tarde o más temprano, obtendremos una respuesta. Tan solo debemos perseverar en la oración y entender que recibiremos en nuestro interior una claridad que nos iluminará y nos hará ser felices.

Joan Roig Diggle quería «alcanzar la máxima felicidad para siempre», quería que su vida tuviera «un sentido, un ideal, una esperanza suprema». Y escribía: «¿De qué me servirá poseer una sólida cultura si no ha de servirme para conocer a Dios?». Y así insistía: «¡Yo sé que desde el día en que abrí los ojos al mundo, nací, no a una vida de 10, 40 o 90 años, sino a una eternidad!». Así se expresaba un par de meses antes de su muerte.2 No son palabras blandas, condescendientes, sino robustas y auténticas. Joan, como vocal de Piedad de su grupo de fejocistas en El Masnou, quiere animar a sus amigos a inscribirse a una tanda de ejercicios espirituales que tendrían lugar en el verano de 1936 –y que nunca se llevará a cabo–.

«God is with me!», «¡Dios está conmigo!», susurró Joan a su madre Maud mientras le daba el último abrazo la noche en que se lo llevaron. Esta frase emblemática no se refiere solo a que el mártir acababa de comulgar y Jesús estaba presente dentro de él, sino que explica toda su vida. Joan Roig Diggle era un chico que vivía en una presencia constante de Dios. Lo llevaba en su interior, de manera discreta –¡la santidad siempre es discreta!– pero real y efectiva. Persona arrebatada y nerviosa en las formas y humilde en el fondo, tal como testimoniaron aquellos que le conocieron, era «limpio de corazón», un joven cristiano que vivía el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas, amigo del bien y enemigo del mal, transparente como el mar azul de su Masnou, modelado por el amor a Dios y presto al servicio de todos sus hermanos más pequeños.

2. «Me voy a comulgar»

Aquella noche del 11 al 12 de septiembre de 1936 los vehículos del pelotón rompieron el silencio. Joan y su madre estaban en sus habitaciones cuando oyeron que se acercaban a su casa. Pronto la casa quedó rodeada de gente armada e iluminada por los faros de los vehículos. Era inútil la fuga. Madre e hijo estaban en la habitación de Joan. Allí se encontraba la reserva eucarística, que Mn. Pere Llumà le había entregado. De hecho, desde que a partir del 19 de julio de 1936 había comenzado la quema de iglesias y los asesinatos frecuentes de personas –muchas de las cuales relacionadas con la Iglesia– y había cesado toda actividad sacramental y eclesial, Joan Roig no había podido recibir la Eucaristía –¡él que comulgaba todos los días!

Por eso, cuando Mn. Pere y Joan se encontraron en Barcelona el día 10 de septiembre de 1936, Joan insistió en llevarse la reserva eucarística, el cuerpo precioso de Jesucristo. De este modo, podría nutrirse del sacramento eucarístico y distribuirlo a otros en una situación en que su vida estaba realmente en peligro, como demostraron los hechos. En aquella ocasión, el mártir dijo que incluso iría a Francia a pie para recibir la Eucaristía ni que fuera «una sola vez». Finalmente, Mn. Llumà accedió a la petición y le confió, como él mismo escribe, «el sublime tesoro de la Eucaristía». Este gesto por parte de Mn. Llumà, cuidadosamente meditado, provocó inmediatamente la gratitud de Joan, que exclamó: «Estoy feliz. Seré otro Tarsicio», el chico romano del siglo III, conocido como «mártir de la Eucaristía» en tiempos de persecución y patrón de los monaguillos. Faltaban veinticuatro horas para que Joan Roig diera la vida por Cristo. Providencialmente, fue fortalecido por el cuerpo de Cristo el último día de su vida.3

De hecho, Joan Roig no pudo ni siquiera iniciar la preparación para convertirse en presbítero de Cristo. Este era, sin embargo, su proyecto más escondido. Mn. Llumà, su director espiritual escribe: «La máxima ilusión de su vida era poder dar cumplimiento a esa voz divina que le llamaba, como una lengua de luz, al sacerdocio». Joan Roig habría seguido los pasos del beato Pere Tarrés, dirigente de la FJCC, médico primero y después sacerdote (1905-1950). La comunión que Joan Roig se dio a sí mismo el 11 de septiembre por la noche huele a Jueves Santo, respira un aire sacerdotal. Hacía pocos meses que, después de comulgar en una misa con cien niños vanguardistas, Joan se había acercado a Mn. Llumà y le había dicho: «Hoy creo haber sentido aquel odor Christi (olor a Cristo) del que nos habla el apóstol».4 Un sacerdote es un apóstol y vive la Eucaristía apostólicamente, es decir, como elemento central de su misión, que es la misión de la Iglesia. Como remarcaban los autores antiguos, la Iglesia existe a partir de la Eucaristía.

Por eso, la Eucaristía es la fuerza de los mártires. En el año 303 un grupo numeroso de cristianos de Abitinia, ciudad romana en la actual Túnez, fue llevado ante el procónsul, acusado de haberse reunido para celebrar la Eucaristía en domingo. Uno de ellos, Emérito, el dueño de la casa donde estaban reunidos, exclamó: «Sin el domingo no podemos vivir», necesitamos recibir la Eucaristía cada domingo y experimentar la presencia de Jesús muerto y resucitado en nuestro interior. La fortaleza de los testigos de la fe descansa en el sacramento eucarístico, en la unión con Jesucristo, que restaura y fortalece, que transforma y renueva. Joan Roig, preguntado por su director espiritual sobre los motivos que lo llevaban a levantarse cada día a las cinco de la mañana para ir a misa y recibir la sagrada comunión antes de ir a trabajar, respondió, como los mártires de Abitinia, que «no sabría cómo vivir sin comulgar».5 Es cierto, ¡los cristianos no podemos vivir sin recibir la Eucaristía!

Joan comulgó de noche como lo hicieron los discípulos el Jueves Santo en la Última Cena. Como ellos, tomó el cuerpo de Cristo. El mártir recibió el pan del cielo e inició su pasión nutrido con el alimento de vida eterna. Como el protomártir Fructuoso de Tarragona, que celebró la Eucaristía mientras estaba en la cárcel con sus dos diáconos Augurio y Eulogio, la pasión del joven Joan Roig Diggle quedó sellada por la comunión que la precedió. Jesús, el Dios con nosotros, estuvo con él acompañando todo su camino martirial. La amistad con Jesús, vivida sobre todo en la Eucaristía, traspasa toda la vida de Joan, sus palabras, su manera de hacer, su relación con los demás, sus proyectos vitales, su capacidad de entregarse. Mn. Llumà da testimonio de ello cuando escribe que «su profundo amor a Cristo… le hacía permanecer arrodillado tres cuartos de hora ante Jesús sacramentado».6

Ahora me gustaría detenerme en un breve texto escrito por Joan, que manifiesta cómo su corazón se sentía unido a la persona de Jesús y cómo comunicaba a los demás jóvenes su relación con Él. El escrito lleva por título «Vida…!» y salió publicado en la revista local del grupo 159, el Mar Blava, miembro de la Federació de Joves Cristians de Catalunya.7 Joan Roig era el delegado de la sección de Piedad de este grupo fejocista y en este artículo subraya, con palabras vibrantes, que «la plenitud de nuestro ideal es Cristo», puesto que «solo Él, el Maestro divino, puede llenar la gran penuria de amor, de vida, de luz, que anhela el corazón de los jóvenes». Ser delegado de Piedad significaba promover la vivencia cristiana de los miembros del grupo de la FJCC y el grosor espiritual de su compromiso. Y este servicio pasa por el conocimiento y el amor a Jesús. Joan no era un chico light, superficial, sino que él iba a la raíz de las cosas y sabía hablar tocando el corazón de los jóvenes. Era un joven apóstol de los jóvenes, que todo lo sacaba de su amistad con Jesús.

Esta amistad, sólida y apasionada, le llevaba a un intercambio de vida con Jesús, según las palabras del apóstol Pablo a las cuales él hace referencia en el breve artículo. Joan escribe: «Nos podremos lanzar a la conquista decidida, por Cristo… de toda la juventud de nuestra tierra, porque haciendo nuestras las palabras de san Pablo podremos decir: “No somos nosotros sino Cristo quien vive en nosotros”. ¡Todo lo podremos en Cristo!». La frase de san Pablo es uno de los puntos culminantes de su mística. Pablo escribe: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Observamos que Joan, un auténtico apóstol de los jóvenes, ha cambiado el singular por el plural, porque quiere impulsar que sus lectores fejocistas entren en la relación de amor con Cristo que él mismo vive de manera personal y encendida.

Joan sueña en llevar a toda la juventud de Cataluña al Evangelio y piensa que esta es la tarea de los jóvenes cristianos de la Federación: «Salvaremos la Patria… con el fuego santo del Amor, con Dios».8 Para Joan Roig, esto quiere decir apartar el odio y la envidia y alcanzar la paz verdadera, que se consigue gracias al amor.9 La unión con Dios y con Jesús es el fundamento de la vida interior y, por ello, escribe que la persona «vencerá el mal, no con sublimaciones, ni con luchas sino con la caridad».10 Este último pensamiento, escrito en marzo de 1936, es sobrecogedor si pensamos en la fuerza del mal que estaba a punto de abatir la vida de aquel joven cristiano de diecinueve años y de impactar sobre el conjunto de la sociedad. Un mal incontenible provocaría un desgarro terrible, una persecución implacable que llevaría a la muerte a unos trescientos jóvenes fejocistas, mártires de Cristo –entre los cuales, nuestro Joan–, y a una larga y cruel guerra entre hermanos que dejaría desolada el alma de los pueblos de España. Joan Roig entendió que el mal solo podía ser vencido con el amor y cuando llegó la hora decisiva, se revistió, como dice el apóstol Pablo, «con la coraza de la fe y del amor, y teniendo como casco la esperanza de la salvación» (1Te 5,8). Es así como aquel soldado de Cristo salió a librar el último combate.

3. «Que Dios os perdone, como yo os perdono»

Ya entrada la noche del 11 de septiembre, los coches del pelotón se llevaron al prisionero Joan Roig del municipio de El Masnou a Barcelona. La intención probable que llevaban era que el joven los condujera hasta su padre, que se había escondido en la ciudad cuando comenzaron los asesinatos en la segunda quincena del mes de julio, algunos días después del levantamiento militar del 18 de julio. Durante todo este tiempo, el mismo Joan se había recluido primero en una casa amiga de El Masnou entre el 25 de julio y el 5 de agosto, después de que el día 19 de julio quemaran la iglesia parroquial y los locales de la FJCC. Posteriormente, sin embargo, decidió volver al trabajo en Barcelona, de donde iba y venía en tren cada día, con el fin de contribuir a la precaria situación económica de la familia –los negocios del padre, Ramon Roig Font, habían quebrado en 1934 y, por ello, el matrimonio con sus dos hijas y el hijo, Joan, había tenido que abandonar Barcelona y trasladarse a vivir a El Masnou–.

Llegados a Barcelona, los hombres del pelotón no encontraron el padre de Joan en los dos domicilios que registraron –el segundo de los cuales, un estanco del paseo de Gracia, regentado por el tío de Joan. Entonces hicieron el camino inverso en dirección al Maresme, hasta que llegaron cerca del cementerio nuevo de Santa Coloma de Gramenet. Allí hicieron bajar al joven del coche. Había llegado el momento del martirio.

Joan Roig se había preparado interiormente para ese momento. Después de que quemaran la Federació, el mes de julio, se quedó un par de días sin poder articular palabra, hasta que al final exclamó: «Ahora más que nunca tenemos que luchar por Cristo».11 Estas palabras constituían la concreción de un discurso que meses atrás había dirigido a los vanguardistas, en el que había dicho: «Quizá entre vosotros habrá algún mártir… No importa. Nosotros queremos una Cataluña roja, pero roja de la sangre de mártires».12 Esta profecía del martirio se inscribe en una situación extrema, la que se vivía en un momento en el que parecía inevitable un estallido de violencia contra quienes no tenían miedo de reconocer que eran cristianos. El mártir no busca el martirio pero lo acepta –¡y lo prevé!– cuando la persecución llega. Entonces no se echa atrás. Acoge la voluntad de Dios sobre él y con toda mansedumbre y humildad se prepara para el momento de la prueba. Explica su madre, Maud, que en aquel período Joan se preocupaba de los que eran asesinados y que cada noche, arrodillado a los pies de su cama, apretaba su crucifijo entre las manos y oraba pidiendo fortaleza para los unos, perdón para los otros, misericordia para todos.13 Al amanecer del 12 de septiembre también estos fueron los sentimientos de Joan Roig.

¿Cómo mueren los mártires? Como Jesucristo, el Maestro, siguiendo sus huellas, es decir, perdonando. Cuenta el Evangelio de Lucas que «cuando llegaron al sitio llamado de la Calavera, crucificaron a Jesús… este decía: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”» (Lc 23,33-34). Joan llega a un lugar cerca del cementerio de Santa Coloma, que será, para él, la colina del Calvario; es el lugar donde le matarán. Quienes le fusilarán han escuchado sus palabras, dulces y firmes, amables y profundas. Se quedaron atónitos de la fortaleza de aquel chico delicado y flaco. Como el beato Francisco Castelló, ingeniero químico y fejocista de Lleida, que sufrió martirio el 29 de septiembre de 1936, Joan Roig muestra una serenidad y una entereza fuera de lo común.14 Antes de disparar, le permiten hablar. Entonces, el mártir queda totalmente asimilado a Jesús, el Señor, el Rey de los mártires, que desde la cruz pidió el perdón para quienes le crucificaban. Joan, discípulo de Cristo, pide igualmente a Dios el perdón para los que tienen que matarle: «Que Dios os perdone». Y acto seguido les ofrece su perdón: «como yo os perdono». La oración por quienes serán los ejecutores de su muerte y la declaración pública de perdón hacia ellos sellan su camino martirial. Cinco disparos traspasan el cuerpo del joven mártir, como las cinco llagas que agujerean el cuerpo de Jesús crucificado, como los cinco padrenuestros que cada noche Joan rezaba.15 Después, uno del pelotón le disparó el tiro de gracia en la sien, para certificar su muerte. Tampoco en eso Joan Roig no fue más que su Señor, al que un soldado, para asegurarse de que ya estaba muerto, «le traspasó el costado con una lanza» (Jn 19,34).

La muerte de Joan Roig Diggle es la muerte de un inocente que buscó el bien y la justicia por dondequiera que pasó (cf. Hch 10,38). Su vida, como ya se ha podido intuir en lo dicho hasta aquí, fue una mezcla de acción y contemplación. Joan Roig era un joven de profunda espiritualidad y al mismo tiempo un apóstol del mensaje de Jesús. Debemos, pues, concluir la presentación del perfil ejemplar de su persona, subrayando su preocupación constante por lo que el papa Francisco llama «la dimensión social de la evangelización» (Evangelii gaudium, 4).

Durante los años treinta del siglo pasado, la cuestión social era el centro de los debates públicos y de las propuestas políticas. Por un lado, estaba la ideología nacional-socialista, representada sobre todo por el nazismo y, por otro lado, los regímenes comunistas y el movimiento anarquista, muy arraigado en Cataluña. Unos y otros pretendían ofrecer una doctrina que realizara la tan ansiada justicia social y promoviera el bienestar de las clases trabajadoras, golpeadas por los efectos devastadores de la Gran Depresión de 1929. Precisamente en 1931 el papa Pío XI publica la encíclica Quadragesimo anno, justo a los cuarenta años de la primera encíclica social, la Rerum novarum del papa León XIII (1891). La Iglesia respondía, de esta manera, a los retos del momento y se ponía un hito importante en la historia del catolicismo social, iniciado al amparo de la encíclica de León XIII.

Pues bien, en este contexto nace la Federació de Joves Cristians de Catalunya (1931), que proclama de palabra y con hechos que la única solución a los graves problemas del momento es la fe en Jesucristo y la doctrina de paz, justicia y amor que brota de las páginas del Evangelio. Los fejocistas eran jóvenes militantes que querían ser «revolucionarios cristianos»,16 es decir, que se esforzaban por poner en práctica «la civilización del amor», como dirá el papa san Pablo VI en 1970. Esta civilización excluye de raíz la violencia y la lucha de clases, el instrumento que proponía la ideología marxista, y promueve la justicia y la solidaridad, todo ello al servicio de la dignidad inalienable de la persona humana, tal como se concreta en la Doctrina Social de la Iglesia.

Pocas semanas después de las elecciones de febrero de 1936, que dieron el triunfo al llamado «Frente Popular», Joan Roig escribe un breve artículo en la revista Flama, el semanario de la Federació de Joves Cristians de Catalunya, que lleva por título «Ara més que mai» («Ahora más que nunca»).17 El futuro mártir reflexiona sobre las causas que han dado la victoria a los partidos «revolucionarios» y responde que no es porque el pueblo catalán sea partidario de la revolución, sino por «la existencia de un anhelo de justicia social».18 La conclusión es diáfana. Si el pueblo manifiesta un «deseo de renovación y de justicia social», cuando encuentre «la única y verdadera justicia social», la que sale del Evangelio de Cristo y se plasma en la Doctrina Social de la Iglesia, la gente se adherirá. Sin embargo, solo se conocerá la doctrina social católica si, por un lado, «las normas sociales se infiltran en la mentalidad» de la gente y la purifican «de todo odio, rencor y egoísmo», y si, por otra parte, se ven «plasmadas en realidad lo que hasta ahora solo han sido palabras». El joven fejocista concluye: «Ante el monstruo de la revolución… demos a los hombres esa paz, esa justicia, ese amor que buscan con tanto deleite y no saben encontrar. Es necesario predicar, propagar y hacer conocer la Doctrina Social de la Iglesia».19

He aquí cómo un joven de diecinueve años, trabajador y estudiante simultáneamente, hombre de cultura sólida e infatigable lector de los documentos papales, es capaz de expresar el valor inmenso que tiene el pensamiento social de la Iglesia. Las enseñanzas de la Iglesia constituyen un tesoro extraordinario en este cambio de época que estamos viviendo bajo los efectos de la crisis social y económica provocada por el coronavirus. Esta situación ha provocado muchas desigualdades sociales y un crecimiento exponencial del número de personas vulnerables, sobre todo entre la población anciana y también entre las personas que no encuentran trabajo, especialmente los jóvenes.

Joan Roig era un joven que tenía un sueño sobre la sociedad de su época: quería transformarla, pero no con la sangre ni la violencia. Él, como mártir, las sufrió en sus últimas horas de vida aquella noche y madrugada del 12 de septiembre de 1936, pero él buscaba la transformación social mediante la paz, la justicia y el amor, y, por ello, se convirtió en mártir. Nunca se separó del Evangelio, en el cual creía, confesó siempre su fe y murió perdonando, porque había vivido compadeciéndose de las multitudes que vivían «extenuadas y abandonadas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36) –este era uno de sus textos evangélicos preferidos–. La misericordia le acompañó mientras vivió y también en el momento de la muerte. El amor a Dios y a los hermanos le llevó a visitar a los enfermos en los hospitales y a instruir a los jóvenes trabajadores pobres y menesterosos.20 Y cuando quemaron la iglesia de San Pedro de El Masnou, en julio de 1936, escribió: «El odio de unos hijos, hermanos nuestros, fue un fuego que la destruyó».21 Ni en ese momento terrible, en que la casa de Dios había quedado profanada y vacía, Joan dejó de mirar la situación con ojos de misericordia: los que habían quemado la iglesia movidos por el odio eran, de hecho, hijos del Padre del cielo y hermanos de los que ahora se habían quedado privados de la casa de Dios en la tierra.

4. Conclusión

En la encíclica Tertio millennio adveniente (1994), el papa san Juan Pablo II dirigía su mirada a la historia cristiana y hacía esta afirmación: «Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires» (n. 37). En el siglo XX, el martirio ha vuelto a colocarse en el centro de la confesión de fe, por lo que en el siglo pasado unos tres millones de cristianos, pertenecientes a todas las confesiones cristianas, han sido testigos fieles del Evangelio de Jesús. Es aquella multitud de la que habla el libro del Apocalipsis (Ap 7,9): «multitud de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» que iban «vestidos de blanco y llevaban palmas en las manos». En el martirio brilla con luz propia la fe de la Iglesia, que el mártir confiesa como miembro del cuerpo de Cristo sin ninguna arrogancia ni desprecio. El martirio viene a ser una extensión, una consecuencia de esta fe «más preciosa que el oro» cuando se pone en el crisol de la prueba (1Pe 1,7).

El mártir recibe la ayuda divina de la paz interior. Lo hemos visto con el mártir Joan Roig. Desde que lo detienen en su casa de El Masnou hasta el momento de la muerte cerca del cementerio de Santa Coloma, Joan está lleno del amor de Dios, de aquel «God is with me!», «¡Dios está conmigo!», con el que se había despedido de su madre. Existe un contraste absoluto entre la paz del mártir y la violencia que le rodea. El mal acecha al mártir, pero él se fía de las palabras de Jesús («no hagáis frente al que os agravia», Mt 5,39) y responde con el perdón. Joan Roig Diggle se añade a aquella multitud de mártires cristianos de todos los tiempos, gente mansa y humilde, que ha apartado la violencia de su corazón y en su lugar ha puesto la alegría de la fe y del amor.

Joan quería salvar su alma y la de los que le rodeaban, deseaba vivir con el Señor, tanto en este mundo, donde ya experimentamos la vida que el Padre nos da, como en el Reino celestial, donde todo llega a la plenitud de Dios. Debe tenerse presente, sin embargo, la gran paradoja cristiana. Dice Jesús: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Joan quería salvar el alma, es decir, la vida, y lo consiguió dándola, perdiéndola y volviéndola a encontrar. Cuando la dio muriendo por Cristo, ya la había dado muchas veces por Él y por el Evangelio, aunque sin llegar a derramar la sangre. Todo su corazón era de Jesús y de los hermanos. Su castidad, puesta en manos de María, la Madre de Dios, era un don que movía su corazón de apóstol. No se había buscado a sí mismo, no había buscado su «yo» y, por lo tanto, era «limpio de corazón» (Mt 5,8).

Llegado el momento de la prueba, Joan Roig ofreció la propia vida, no contaminada por el pecado, y demostró que, con la ayuda de Dios,

la violencia y el odio pueden ser vencidos por el amor y el perdón. El joven mártir barcelonés siguió las huellas de Jesús y, en palabras del santo obispo Ignacio de Antioquía, se hizo «imitador de la pasión de mi Dios» (Carta a los romanos 6,3). Igual que su homónimo, el joven apóstol Juan, hijo del Zebedeo, Joan Roig proclamó que podía beber la copa que bebió el mismo Jesús (cf. Mt 20,22). Joan Roig Diggle bebió, ciertamente, la copa del martirio y ahora, santo entre los santos, intercede por todos nosotros.

Deseo que los jóvenes de nuestra archidiócesis, a quienes precisamente se está dedicando el Plan Pastoral Diocesano de este curso, aprendan a seguir las huellas del beato Joan Roig. Solo podrán ser auténticos apóstoles si saben acercarse a Cristo con la sencillez y la generosidad con la que él lo hizo. El beato Joan Roig pudo ser un gran acompañante de niños y adolescentes porque él tuvo siempre cerca la orientación y la escucha atenta de un buen acompañante espiritual.

Estoy convencido de que en este tiempo que nos toca vivir es más necesario que nunca tener a personas que dedican tiempo de calidad a escuchar, a animar y a acompañar a los jóvenes para que puedan descubrir su verdadera vocación de entrega a Dios y de servicio amoroso y gozoso a los hermanos. A nuestro nuevo beato Joan Roig Diggle, le confiamos toda la actividad pastoral con y para los jóvenes. Que él interceda por nosotros y nos acompañe desde el cielo. Y no olvidemos nunca las bellas palabras con las que se despidió de su madre antes de morir: «¡Dios está conmigo!».

Card. Juan José Omella Omella
Arzobispo de Barcelona

Sant Pere del Masnou (Barcelona), 12 de septiembre de 2020


  1. Episodio recogido en el libro de Lluís Badia Torras, Joan Roig i Diggle. Una vida jove que parla als joves, El Masnou: Associació d’Amics de Joan Roig i Diggle 2001, pp. 117-118. Este libro, citado profusamente en las páginas que siguen, constituye el testimonio principal de la vida y la muerte de nuestro mártir.
  2. «Cultura, xicota, esport i… altres coses», publicado en Mar Blava. Butlletí d’activitats del grup 159 de la FJCC, n.o 4, 25 de junio de 1936. Cf. Una vida jove que parla als joves, 68-71.
  3. Los hechos son narrados por el mismo Mn. Pere Llumà, autor de una nota biográfica sobre Joan Roig, escrita en 1937, que fue enviada al Cardenal Vidal i Barraquer, exiliado en Italia, el cual la remitió al Cardenal Pacelli, secretario de Estado y futuro papa Pío XII. Cf. Una vida jove que parla als joves, 170-172. Joan Roig, que había recibido la reserva eucarística el día 10 de septiembre, distribuyó la comunión a algunas personas amigas en el domicilio de la Sra. Maria J. Rosés en El Masnou el día 11 de septiembre por la mañana (ibíd., 43).
  4. Cf. Ef 5,2. Cf. Una vida jove que parla als joves, 171. Su madre explica que Joan, cuando todavía era niño, le comunicó que de mayor quería ser misionero para que todo el mundo conociera y amara a Jesús. Cf. ibíd., 112.
  5. Cf. Una vida jove que parla als joves, 121.
  6. Cf. Una vida jove que parla als joves, 125.
  7. Cf. Una vida jove que parla als joves, 66-67.
  8. Cf. Una vida jove que parla als joves, 67.
  9. Cf. Una vida jove que parla als joves, 74.
  10. Cf. Una vida jove que parla als joves, 67.
  11. Cf. Una vida jove que parla als joves, 87.
  12. Cf. Una vida jove que parla als joves, 120.
  13. Cf. Una vida jove que parla als joves, 87.
  14. En la carta que Francisco Castelló dirige a su prometida Maria Pelegrí, le confiesa que, ante la inminente ejecución, siente «una alegría interna, intensa, fuerte» y que presiente «la gloria». El mártir tenía veintidós años.
  15. Así lo atestigua su madre. Cf. Una vida jove que parla als joves, 120.
  16. Cf. Una vida jove que parla als joves, 129. Son palabras de Mn. Pere Llumà, el director espiritual de Joan Roig.
  17. El artículo se publicó en el número 206 de la revista (6 de marzo de 1936). Cf. Una vida jove que parla als joves, 63.
  18. Cf. Una vida jove que parla als joves, 63.
  19. Cf. Una vida jove que parla als joves, 64.
  20. Cf. Una vida jove que parla als joves, 118.
  21. Joan Roig redactó unas líneas inéditas sobre los hechos, que llevan el título de «Sols» («Solos»). (Cf. Una vida jove que parla als joves, 80). El joven mártir subraya la soledad de la villa de El Masnou, que se ha quedado sin la presencia eucarística de Jesús.