«Mi amado hijo John»
Testimoni de la seva mare
Maud Diggle de Roig
En memoria de mi amado John, quien dio su vida por Cristo, dedica su desconsolada madre algunos apuntes en su vida, toda pureza, sacrificio, amor y sufrimiento.
Empezó su vida y siguió su curso sin jamás quejarse. Sus primeros pasos como todas sus destacadas empresas, eran la decisión firme en un momento dado, después de lo cual proseguía obedeciendo el impulso de su idea siempre recta y confiando en la ayuda de Dios.
Su primera enseñanza fue recibida en el Colegio de Sant Joseph de Cluny –en Barcelona– en donde por su aplicación, dulzura y bondad, fue amado de las religiosas, especialmente de su profesora, que lo mostraba como modelo, no solamente en su clase, sino ante los niños en general. Siempre fue él, encargado de guardar el orden en la clase durante la ausencia de la profesora; día tras día regresaba a casa llevando sobre sí la banda de honor, merecida por su buen comportamiento en todo.
Su primera Comunión fue celebrada en el mismo colegio, junto con otros compañeros de clase. Él era quien fue elegido para leer en alta voz las plegarias antes y después de la Comunión, –en el momento de su comunión fue mi alma poseída de indecible pesar, preludio sin duda, del mismo, que más tarde debería yo sufrir al asistir también a su última Comunión como mártir,– ¡Lirio de pureza y santo era en su primera, lirio de pureza y santo era también en su última!… Así siguió su ejemplar vida de niño. A su tiempo entró en el colegio de los Padres Escolapios –fue igualmente apreciado de sus profesores– hizo pocas amistades; durante las horas de recreo prefería hablar con sus profesores –raras veces tomaba parte en los juegos. Un día, mientras le acompañaba a la escuela me confió que desearía, cuando fuera mayor, ser misionero entre las tribus salvajes para ganar almas para su Cristo.
El egoísmo de madre, el amor tan grande que yo sentía por mi John, temiendo el martirio para él, hizo que le respondiera: –¿No crees que aquí en España, entre los tuyos, hay mucho bien para hacer, y muchos para convertir?– A lo cual nada respondió, pero quedó pensativo. Ciertamente no recibió el martirio en país lejano, pero sí lo ha recibido en su patria, de manos de sus propios hermanos a los que tanto amaba en Cristo y por los que tanto bien hacía.
Cuando llegó a la edad de 14 años, empezaron a fallar los negocios de su padre, motivo por el cual para ayudar a los gastos de casa, tuvo que
abandonar sus estudios, lo que para él fue un sacrificio enorme, puesto que veía por este motivo fracasadas por completo todas sus aspiraciones; sin embargo lo hizo sin queja alguna, librándose al trabajo, donde se captó la simpatía de todos sus compañeros, tanto cristianos como socialistas. Durante estos años siguió estudiando en las pocas horas que le quedaban libres, examinándose a cada curso.
Oía, o servía la santa Misa y comulgaba diariamente; dedicaba las mañanas de domingo a visitar hospitales consolando a los que sufrían o preparándoles a morir santamente. Las tardes las empleaba instruyendo en la religión cristiana a los jóvenes obreros, los que, como los necesitados eran sus predilectos. Los asuntos financieros de casa empeoraban diariamente hasta el punto que para reducir gastos, decidimos instalarnos en el Masnou, donde dedicó todos sus esfuerzos para el bien de la F.J.C. y trabajó incesantemente para el bien de todos. Un domingo al regresar de su acostumbrado retiro trimestral, hallábame sola con él y me dijo lleno de dulzura: «Que día tan feliz he pasado hoy apartado del mundo! Mi alma fue poseída de gozo inefable unida íntimamente con Dios… ¡Qué triste es para mí, haber despertado de ese gozo y tener que volver otra vez a la vida mortal, entre la maldad de los hombres!» La expresión de su rostro en esos momentos era la de un santo –tal lo sentía yo a mi lado cuando en tantas otras ocasiones de su vida lo había sentido cuando entre ambos cambiábamos impresiones, nos comunicábamos nuestras alegrías o pesares–, como fuera, sus respuestas siempre llenas de claro entendimiento, me dejaban convencida de que siguiendo sus consejos no podía yo errar. Tal fue hasta su muerte, inteligencia de hombre en ser tan joven…
Durante el año 1935 la muerte arrebató, en Bruselas, a mi tío, un santo sacerdote, el abbé John Diggle, muy amigo del cardenal Mercier al que conocí en casa de mi tío, habían hecho sus estudios juntos en el seminario de Malinas. Mi John me dijo al participarle la muerte, cuánto sentía no haberle podido conocer en vida, pero lleno de fe prosiguió: «Ya nos veremos en el cielo»… No tardó mucho en hacerlo.
Empieza la revolución, fue él con algún otro joven quien, intrépido, se personó en la parroquia para atender y hacer cuanto podía para salvar la casa de Dios y sus ministros por los cuales velaba de una manera especial; no sosegó hasta haber averiguado el paradero de su director espiritual por el cual sentía un amor entrañable; haciendo caso omiso del grave peligro que corría su propia vida en esos días de persecución, anduvo hasta Alella en busca de noticias y no paró hasta lograrlas.
El segundo día hacia las ocho de la mañana se personó en casa con el presidente y algunos compañeros de la F.J.C., y entrando en el comedor me dice con voz conmovida, la mirada fija –reflejo del intenso dolor por el cual atravesaba su espíritu: –«Han quemado la Federación…» Esa, su obra tan querida, destruida, lo que tantos sacrificios le había costado…
Dos o tres días pasó sin apenas hablar, –tan intenso era su pesar–, para, en su momento dado, reaccionó diciendo: –Ara més que mai hem de lluitar per Crist!…
Desapercibido del mundo así lo hizo entre los suyos, aliviando penas, animando a los tímidos, visitando heridos, buscando en hospitales diariamente entre los muertos, para averiguar cuáles de los suyos habían caído asesinados por manos de criminales comunistas –su alma padecía torturas– pero su rostro continuaba reflejando ante los hombres la angelical y dulce sonrisa, no quería que nadie sino su Cristo amado, por quien tanto luchaba y padecía, supiese por lo que él pasaba. Cada noche postrado al pie de su lecho con su crucifijo estrechado entre sus manos, imploraba para todos, clemencia para unos, perdón para otros, misericordia y fortaleza para todos los cristianos… siendo para él la última plegaria para alcanzar valor y ayuda. Durante este tiempo de persecución así seguía su vida, hasta la noche fatal, durante la cual, como en todas las anteriores el corazón de su madre velaba el menor ruido lejano que ella antes que nadie sentía, al oír acercarse el ruido de automóviles, un sobresalto de temor se apoderó de mí, presentí que era para nosotros, me levanté rápida, me presenté en el dormitorio de mi hijo, él ya estaba de pie –también lo había oído– y dije: –«John, ya están aquí, que haremos?– Él me contesta: «¿Te parece que procure escaparme?». –Digo: –«No lo sé»– (puesto que ellos ya habían gritado desde la calle que sería inútil escaparse, tenían la casa sitiada por todas partes y vigilaban con reflectores, como si se tratara de prender al hombre más criminal que pisaba la Tierra). John, presintiendo el peligro me dice: «¡Voy a comulgar!» Y ante su madre se administra la santa y última Comunión que esta misma tarde le había sido entregada por su director espiritual, privilegio del cual escasas almas son dignas, la Divina Providencia había, incluso en este trance cuidado de esta alma santa y escogida. Desde la calle las feroces voces gritaban cansadas de esperar: –«Si no obriu serà pitjor per vosaltres!» Unas diez de esas fieras salvajes hacian retumbar la casa, furiosas, con sus fusiles golpeaban contra la puerta de la entrada.
Después de comulgar, John me dirige estas palabras: –«Déjalos para mí.»
A lo que contestó: –«No, John, yo iré contigo, abriré la puerta yo!» Bajamos juntos la escalera, y después de algunas preguntas hechas desde dentro para averiguar si eran policias o asesinos, nos engañan y repiten:
–«Si no obriu, sera pitjor per a vosaltes!!!»
Todo perdido, abrimos…
De pie al lado de mi hijo entran con pistolas apuntándonos, a él, algunos se lo llevaron a su dormitorio, obligándole a sentarse sobre el lecho, las manos en alto, mientras ante él, empezaron su obra de robo, saqueo,
insultos a él y a mí otra vez. Estoy con él. Lo poco que les contesto es inútil, la casa queda hecha un desorden, robando todo cuanto les apetece como aves de rapiña. Contemplo el rostro de mi hijo, desfigurado por la angustia que atraviesa su espíritu. Nuestras miradas se cruzan, nos comprendemos en nuestro común martirio.
Entre preguntas, contestaciones e insultos por parte de ellos, van llegando los últimos momentos. Bruscamente le dicen: –«Anem»
Yo les contesto: –«No se lo llevarán, que mal ha hecho?»
Lo estrecho fuertemente en mis brazos, no lo suelto… pero es inútil, son más fuertes ellos. Me giro hacia el jefe de la banda, las manos cruzadas, con lágrimas, estremecida de dolor, le imploro que si él tiene madre, si la quiere por lo que más ama en el mundo, tenga compasión de mí…, pero no la tiene.
Ante mi martirio, los demás quedan aturdidos, impresionados, quizás piensan en la suya, de madre. Quedan inmoviles…, el jefe les grita: –«Que feu, sou homes o no sou homes?… Agafeu-lo!,… Anem!»
Vuelvo a encerrar a mi John en mis brazos contra mi corazón… con una voz dulce, muy dulce, me dice:
–«Dios está conmigo»…
Son las últimas palabras en esta vida de mi hijo a su madre… Los desgraciados obedecen, se llevan al hijo… y al corazón de la madre también… le acompañará hasta la muerte.
El ruido de los automóviles se aleja más y más en la oscuridad de la noche, encerrando en uno de ellos todo el amor, toda la vida de mi vida, un lirio puro entre zarzas y espinas que hieren profundamente, fue asesinado por las Juventudes Libertarias, comunistas hordas rojas de Badalona en el alba del dulce Nombre de María, el 12 de septiembre de 1936. Antes de descargar los cinco tiros que dirigieron a su corazón (emblema de las cinco llagas de su amado Cristo, por quien daba la vida y el de gracia a su sien) le permitieron dirigirles la palabra, le escucharon, murió, diciéndoles estas palabras:
–«Que Dios os perdone, como yo os perdono…», confesión hecha por sus asesinos, han admitido además haber matado otros jóvenes, pero ninguno tan valiente como mi John –reconocieron que hablaba muy bien–. Quiera Dios les sirva de conversión antes de que llegue la hora terrible para ellos.
Recibió el martirio en lugar solitario a corta distancia de un cementerio nuevo –en el cual reposa– a 2 Km de Santa Coloma de Gramenet.
La herida de mi corazón sigue abierta, sangra sin cesar. Las lágrimas de mis ojos no tienen fin… Desde aquella triste separación se ha apoderado de mi ser una lenta agonía que me sigue, fiel compañera hasta que mis ojos se cierren en el largo sueño de la muerte.
Quiera Dios que mis restos puedan descansar al lado de mi tesoro, mi hijo…, él, que fue en este mundo mi dulce compañía, santa luz de mi
vida y que en el último día, día terrible para muchos, pueda esta desconsolada madre, cansada de sufrir, salir del sepulcro al lado de su hijo –virgen, apóstol, mártir y santo– y que él sea mi intercesor ante su Divina Majestad para abrirme las puertas del Cielo.
Omnipotente y glorioso Dios mío, Señor J.C. iluminadme y dispersad las tinieblas de mi alma, dadme verdadera fe, firme esperanza y perfecta caridad. Concededme Señor, que os conozca con toda verdad de manera que en todos mis actos obre siempre por vuestro amor y de acuerdo con vuestra Santa Voluntad. Así sea. ¡Estimado hijo mío, tu madre te añora!
Maud Diggle de Roig
2 de novembre de 1937